Juan Pensamiento

El siguiente cuento está contenido en el libro de relatos “perZONA” (EDITORIAL CULTURA, 2014) de Juan Pensamiento Velasco, a la venta en Sophos y en Casa de Cervantes.

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zonaUNO

Trac, tac, puc, trac, puc, traca, taca, trac…

Casi quince minutos llevaba ya Joaquín oyendo cómo la cabeza de la señora se somataba contra la ventana de la camioneta. Bien dormida, iba la viejita. Joaquín, a su lado, no podía evitar verla y sentir ternura.  Algo triste revelaban sus zapatos sucios de lodo seco, su vestido ya raído por el uso y las lavadas, su olor leve a sudor mezclado con jabón de bola, su trenza gorda y gris posada sobre el hombro; en un abrazo apretaba una de esas bolsas de papel que se usan para empacar regalos, con un suéter grueso y feo adentro que envolvía una sombrilla que se antojaba destartalada pese a no verse completa, tal vez por las puntas notoriamente oxidadas. Su piel, oscura; demasiado arrugada, demasiado curtida como para tener qué trabajar todavía, aunque seguro de trabajar venía. Demasiado abuelita como para verse forzada a descansar en el hediondo encierro de esa camioneta empañada, infestada de gente húmeda. Odiaba Joaquín estar en ese traste destartalado, atrapado entre el tráfico maldito de las seis de la tarde que es enemigo mortal, siempre, de la lluvia apabullante que no dejaba de caer. Pero ni modo: no había pisto para arreglar el carro: no mientras ella estuviera enferma y él tuviera que cuidarla.

De vez en cuando se le escuchaba a la viejita un ronquido suave entre los tronidos de la cabeza canosa contra el vidrio. Era sueño de cansancio, no de pereza. Eso quiso pensar Joaquín y quizá no se equivocaba. ¿Dónde será su parada? pensó Joaquín. ¿Y si se pasa? ¿Y si mejor la despierto? Pero no, no podía despertarla de la paz de ese sueño delicioso de cabeza rebotona, como tampoco podía dejar de verla y disfrutar esa abuelencia que tanto extrañaba. Joaquín se aflojó la corbata. Tenía el cuello sudado. No le gustaba – a muy pocos les ha de gustar – llevar una ingle ajena incrustada en el hombro. Ni modo.

La camioneta dio un frenazo de medio lado. Joaquín no lo vio, pero supuso que algún carro se le había atravesado al chofer. No pasó nada, salvo que la cabeza de la viejita, desde la ventana, fue a parar al hombro de Joaquín, que se quedó muy tieso al principio, sin saber qué hacer. La señora no sólo no se despertó, sino hasta suspiró muy recio. Joaquín, entonces, conmovido por el profundo sueño de quien se le antojó un angelito arrugado, como el que le esperaba en casa, quien sabe si por instinto o por recuerdo, puso su brazo derecho alrededor de la señora, que de cerca olía a caldito de frijoles con tortilla tostada.  La abrazó fuerte y la puso contra su pecho. Cerró los ojos y sonrió, percibiendo también los olores de su propia abuela, los de antes, cuando se perfumaba de dulces de anís, de grama recién regada, de ropa tendida al sol.

Joaquín ya estaba cerca de su parada, pero no tuvo fuerzas para soltar a la viejita. Qué gusto poder abrazarla aunque fuera anónima, aunque fuera la abuelita de alguien más. Pero olía todavía a vida y no a orín, no a llaga, no a pomadas, no a dolor; no apestaba a ojos vacíos, aunque también los tuviera cerrados. Joaquín se durmió y se pasó muchas paradas. Cuando despertó ya la señora no estaba. Pero esa noche sonrió y no le dolió ni meter el pie en un charco ni pagar el taxi de regreso ni cambiarle el pañal a su abuela antes de dormir. Estaba chupándose un su dulce de anís, de esos que le gustaban a ella.

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